Vocación de afonía
El traductor no tiene «lugar de la enunciación» propio: habla ahí donde el otro está hablando. En la forzosa intimidad con el otro, su voz deja de ser suya
Éramos cinco o seis cenando, no todos nos conocíamos bien y alguien, para romper el hielo, preguntó qué superpoder tenía cada uno. Ya no recuerdo la tontería que respondí yo para escurrir el bulto, pero sí la certeza que admití para mis adentros: la invisibilidad, o, más exactamente, el camuflaje. Pasar desapercibido es la mejor de mis habilidades sociales, y me han dicho «hola, mucho gusto, me llamo tal y cual» demasiadas personas a las que ya me habían presentado en otra ocasión como para suponer que se trata de una mera impresión mía. Probablemente, los asistentes a esa misma cena no me reconocerían hoy si me viesen por la calle.
No se trata, con todo, de una vivencia excesivamente onerosa (aunque el leo que soy o que albergo —diría alguna amiga— se revuelve frustrado en mi psique cada vez que ocurre), y además la invisibilidad resulta ser una habilidad muy provechosa para el desempeño de ciertas tareas, entre ellas la que me ha ocupado durante los pasados meses, a saber: la traducción literaria. El traductor es alguien cuyo trabajo suele ser tanto mejor cuanto menos se acuerden de él los lectores. Es, por descontado, falsa la afirmación de que se puede alcanzar una transparencia auténtica o de que existe algo así como la literalidad a secas (no puede haber pura «objetividad», tampoco la del software automático, mientras haya semántica, la cual varía entre los individuos y las épocas), y, de hecho, los mejores traductores son los que hacen de su creatividad un componente de su rigor; pero también los capaces de ofrecer al lector una apariencia de inmediatez con el texto original —los que saben, como los más sofisticados de entre los narradores y los morosos, simular su propia muerte.
Por mi parte, puesto que desaparecer nunca me ha resultado difícil, es congruente que, cuando empecé a ejercer el oficio, tuviera la impresión de que aquello llevaba haciéndolo en realidad toda la vida. Traducir, más que un oficio, es un carácter. Corresponde al tipo humano del mediador, que es aquel que, como el cartero, lleva mensajes de un lado a otro. (De hecho, casi todos los mediadores son, de un modo u otro, traductores: así un maestro, un actor, un psicoanalista, profesionales todos ellos que toman un «texto» y lo interpretan para otros, transformándolo con miras a ofrecerle acceso a aquel que no lo tenía.) Podríamos decir también que el mediador es un individuo mediocre, o por lo menos de ello acusa Nietzsche a quienes tratan de terciar «entre dos pensadores convencidos» por su empeño en tratar de conciliar lo que es, en rigor, inconciliable, en igualar lo que no es sino diferencia, con lo cual demuestran poseer una vista débil, que no distingue «lo singular y único».
Esto, por lo que respecta al traductor literario, es cierto a medias. En todo texto que valga la pena leer hay, en efecto, un poso de irreductibilidad —es decir, de intraducibilidad— que condena cualquier trasvase a la insuficiencia: nunca el trabajo será limpio, nunca la entrega se realizará sin pérdidas, y no (siempre) por la desidia del transportista, ni por algún defecto del vehículo, sino por la naturaleza de la propia mercancía, que pierde algo de su unicidad desde el momento en que entra en contacto con el clima de una lengua foránea. (Aunque mercancía es justo de lo que no estamos hablando, porque lo mismo que vuelve irreductible el texto literario es lo que lo hace incalculable, y por tanto no mercantil, como bien sabía un colega de profesión que, preguntado por la tarifa adecuada a la traducción que había hecho de ciertos versos clásicos, respondió: «Es inútil. Pagadme la tarifa estándar. Lo que he hecho no tiene precio».) Pero el traductor, si sabe leer, es de entre todos el primero en reconocer esta imposibilidad. A eso se refiere el dicho italiano que sentencia «traduttore, traditore»: la traición se comete a conciencia, no por miopía. Por lo demás, como en cualquier metamorfosis, la misma pérdida puede implicar a su vez una ganancia —el buen traductor produce una nueva intraducibilidad—, y siempre es preferible una traición feliz a un silencio impotente.
La observación de Nietzsche puede, de todos modos, llevarse más lejos. Para entender bien las ideas de su «pensador convencido», el mediador no solo ha de identificar las premisas de donde surgen y los argumentos que las elaboran, sino también los afectos y pasiones que organizan la atención del sujeto en cuestión —lo que podríamos llamar su sistema de prioridades y omisiones (el mero reconocimiento de los aspectos del mundo que cada pensador considera relevantes e irrelevantes explica la mayoría de los desencuentros intelectuales mejor que muchos análisis estrictamente lógico-argumentativos). A esta habilidad para pensar como el otro la llamaríamos inexactamente «empatía» si no existiera el término más apropiado, acuñado no hace mucho por Santiago Alba Rico, de «ensofía», que es la «capacidad de ponerse en el lugar donde el otro está pensando». Trasladarse así supone, desde luego, abandonar la morada propia (el lugar donde pensaba uno mismo), perdiéndola de vista o, peor aún, viéndola todavía, pero desde fuera, como la Tierra para un astronauta: pequeña, vulnerable, contingente, finita. O peor aún: extraña, no familiar, ajena, la casa de otro, o de nadie.
Los «pensadores convencidos» de Nietzsche no padecen este mal: dotados de singularidad, ocupan una posición singularmente firme, cuando no inamovible. Es el infeliz que trata de acercar sus posturas, necesariamente en flujo entre ambos, el que, de tanto irse a Sevilla, ha renunciado a su silla. No solo piensa donde piensa uno de los contendientes, sino que, para hacer esas ideas aceptables al otro, se desplaza a la mente de este, y así se pasa el rato en tránsito, como un barquero que comunica las dos riberas de un río pero no descansa en ninguna.
Algo semejante le ocurre al traductor literario, el cual, para no dejarse (por ejemplo) engañar por el significado común de determinadas palabras ahí donde el autor les está dando un uso idiosincrático, debe comprender cada enunciado en sus propios términos (antes de transformarlo en algo que se aleja de ellos): en su calidad de traidor, solo es dado maquinar desde dentro, y así, como cualquier otro infiltrado, corre el riesgo de olvidar quién era —esto es: cómo hablaba— antes de la operación. No tiene «lugar de la enunciación» propio: habla ahí donde el otro está hablando. Es un forastero o —como en la traducción literal de Gastarbeiter, el término con el que en Alemania se refieren a veces a los inmigrantes— un «trabajador invitado». Dicho todavía de otro modo: en la intimidad lingüística (y por tanto también intelectual o espiritual) que forzosamente adquiere con el otro, su voz deja de ser suya; él es ya solo el muñeco del ventrílocuo. La traducción es vocación de afonía.
Puesto que no goza de la solidez de una posición segura, el traductor es en efecto un ente débil, un sintecho voluntario que se instala siempre en la morada del autor de turno —en una relación, eso sí, menos parasitaria que mutualista, porque, a cambio del hospedaje, pone su voz al servicio del anfitrión. Ambulante y afónico, es en cualquier caso un individuo con poca entidad. Si el mediador de Nietzsche es mediocre por miope, nuestro traductor es posicionalmente débil por ensófico. Por eso es difícil reconocerlo y saber dónde se encuentra.
Con esto podríamos empezar a argumentar que la traducción, más que un oficio y más que un carácter, es de hecho un elemento inexcusable de la condición moderna; pero, para no saltarme la norma de brevedad que por el bien de todos nosotros me he impuesto, ya discutiremos holgadamente de ello en una próxima entrega.