a P.R.
Es difícil sacarme de casa. Sobre todo si es para viajar. Y no es que esté muy apegado a mi tierra. Me gusta, desde luego, cómo se come en ella, me gustan sus costas y su clima, pero buena comida, costas bellas y clima amable los hay también en otras tierras, y, de todos modos, nada de eso procura en sí mismo arraigo. Todavía más: nunca trato con arraigados sin al menos una sombra de sospecha, y no solo porque siempre esté como anticipando el momento en que emergerá en ellos el lado oscuro de la pertenencia, sino sobre todo porque, siendo el caso que todos, arraigados y desarraigados, ocupamos en realidad la misma posición —que es la del no pertenecer; no conocemos otra—, algunos de los primeros resultan, en su empeño por ignorar nuestro común exilio, cansinamente estridentes. Lo reaccionario, por lo demás, no es más que eso: la gesticulación del que se niega a observar de verdad su origen por miedo a lo que pueda ver en él, o más bien a lo que pueda no ver, puesto que en el origen no hay, en rigor, nada. O, como diría Derrida, hay siempre ya una huella; solo que no es huella de nada, nada la precede —huella no es sino la palabra que usamos para referirnos a la fundacional falta de origen.
El verano pasado, con todo, me vi arrastrado a un viaje por los Alpes austríacos. Regresé con un CD de Jodeln, el canto tradicional tirolés, bajo el brazo, y, si el efecto cómico que producen sus famosos altibajos tonales puede explicarse por la distancia y la falta de familiaridad (a menudo lo ridículo es meramente lo extraño), el hartazgo que, al cabo de un rato, me causó escucharlo se debió por el contrario a su tono incansablemente festivo y a sus letras autorreferenciales: «Jodleamos por la tierra alpina [Alpenland] … Esta es nuestra tierra [Heimatland]», «Bellas son nuestras montañas … aquí está nuestra patria [Heimat]», «Nada más bello podría haber para nosotros … en casa [Heim] estamos de verdad contentos», «Estar triste no sirve de nada … Cuando estoy contento empiezo a jodeln, / pues el Jodeln es mi dicha. / El Jodeln me alegra»1. Al Jodeln se le atribuyen orígenes atávicos, relacionados con los gritos de los pastores en las montañas, pero no cabe duda de que su lugar actual, y sobre todo la función que lleva ejerciendo desde que se popularizase también en las ciudades a principios del siglo XIX, es indesligable del moderno concepto de nación. Con toda la jovialidad con que se lo quiera revestir, el nacionalismo no es, al fin y al cabo, más que una elegía inconfesa por la pérdida del origen, con la particularidad de que aquí es la propia elegía la que produce lo perdido: a la tautología del canto folklórico («somos lo que somos porque hacemos lo que hacemos y hacemos lo que hacemos porque somos lo que somos») subyace, implícita, la melancolía del que solo puede relacionarse con su objeto de deseo (la raíz, la pertenencia, la comunidad) produciéndolo como lo perdido, pues lo perdido ha de ser también lo que alguna vez se ha llegado a tener.
Es difícil sacarme de casa, sobre todo si es para viajar, y, si esta reticencia no es debida a un apego a mi tierra, tal vez pueda atribuirse a lo contrario: en la inestabilidad de mi roce con el suelo preciso de andamios, rituales, marcas cartográficas que me ayuden por lo menos a situarme en un terreno siempre impropio. Es una necesidad modesta: me refiero al hecho de contar con un escritorio decente en el que trabajar, alguna estantería donde reposen mis libros, un restaurante con un menú asequible donde comer de vez en cuando, una cafetería en la que leer algunas tardes mientras detesto tranquilamente a mis compatriotas. Asideros flexibles, sujetos a cambios a medida que se suceden los años, las estaciones o los estados de ánimo, pero que brindan la fiabilidad de lo repetitivo, la garantía de lo reconocible. Todo lo contrario a lo que, en principio, ofrece un viaje: la excepcionalidad de lo irrepetible, la extrañeza de lo irreconocible. Lo que Derrida llamaría el acontecimiento.
El cual, en caso de que le dé a uno por desplazarse, no está claro cómo puede llegar a producirse. De hecho, nunca como hoy había sido tan difícil viajar. Lo propio de nuestro tiempo es que cada ciudad esté sometida a ingentes cantidades de capital dedicadas a volverla asimilable, o sea: repetible y reconocible. Para valer como mercancía, para ser consumida, la ciudad ha de ser inteligible al extranjero, al cual se le ha de hablar en su idioma (o por lo menos en uno que comprenda), se le han de vender cosas que sepa utilizar, comida que sepa comer, ropa que sepa llevar. Toda diferencia ha de ser reducida al mínimo, de modo que el forastero se sienta en casa, o, lo que es lo mismo, que el viajero no llegue nunca a viajar. El viaje normal de nuestros tiempos (o sea, el turismo; y ningún viaje está exento de turismo) es en rigor la negación del viaje.
La diferencia, decíamos, ha de ser reducida al mínimo: para que la visita siga siendo deseable debe quedar siempre un simulacro de diferencia, la ciudad debe mantener un carácter singular, debe ser, por tanto, al tiempo única e intercambiable, extraña y familiar, irreductible y alienable. En esta paradoja encontramos su belleza o, más exactamente, su encanto.
Es difícil sacarme de casa, sobre todo para viajar, pero, sea porque ando en busca de un acontecimiento o porque sé que no me lo voy a encontrar, acabo viajando —o por lo menos desplazándome. Esta vez, a Oporto. El muy respetable motivo oficial es la asistencia a un congreso académico de filosofía. Además de acudir a otras, voy a impartir yo mismo una breve charla (una «comunicación», en la jerga) que será un primer esbozo de mi proyecto de tesis doctoral; consiste en una lectura de ciertos textos narrativos de Kafka como prefiguración del pensamiento de Derrida y lleva por título «Afonía». Me acompaña un amigo, el que me informó de la celebración del congreso y me animó a apuntarme, a quien llamaremos Pol Isíndeton. Hace unos meses, hallándome yo inseguro respecto a cómo elaborar mi propuesta, Pol Isíndeton me envió la suya, que versaba sobre el reconocimiento, en la obra de Marx, de la inviabilidad de la distinción metafísica entre apariencia y esencia —siendo la esencia siempre apariencia, pero, por eso mismo, no una a la cual cupiera oponer otro tipo de esencia— y sobre la relación de este reconocimiento con el que se da en Nietzsche: el del nihilismo como culminación del proyecto metafísico. Dicho más llanamente, si todo es apariencia y no hay esencia, entonces tampoco hay apariencia, concepto que solo tiene sentido en oposición a la esencia; solo que, si esto es así, entonces no hay sencillamente nada, al menos de acuerdo con las categorías con las que pensamos el haber —lo malo es que no conocemos otras: de ahí que el nihilismo y sus consecuencias sean, ante todo, algo que está todavía por pensar. Pol Isíndeton asume aquí, Heidegger mediante, lo mismo que Derrida: que lo impensable hay que abordarlo negativamente, o sea, como crítica o deconstrucción: desde dentro del propio discurso metafísico, sirviéndose de sus conceptos (los únicos de que disponemos) y llevándolos hasta su límite, hasta su propia autonegación.
Nada más ojear la propuesta de mi amigo me viene a la cabeza un relato (por llamarlo de algún modo) muy breve de Kafka cuyo enigma lleva persiguiéndome desde que lo descubriera hará unos cuatro años:
Pues somos como troncos de árboles en la nieve. En apariencia yacen apoyados sobre la superficie, y con un leve empujón debería uno poder apartarlos. No, no se puede, pues están firmemente unidos al suelo. Aunque cuidado, incluso esto es solo aparente.
Es difícil hacerme viajar, pero una vez fuera no tengo interés en volver. Me ocurrió en Austria y me ocurre ahora en Oporto, ciudad encantadora. Es cierto que nuestra primera toma de contacto, un paseo vespertino, nos revela un núcleo urbano organizado casi al modo de un escaparate para turistas; pero eso ya lo suponíamos, es lo esperable de una ciudad así, mientras que todo lo demás inclina la balanza a favor de lo opuesto: hermosas fachadas de baldosas, gente cercana y directa, callejuelas desordenadas, librerías de viejo (alfarrabistas), pescadores jugando a cartas, edificios abandonados, pavimentos adoquinados entre los que crece el musgo, señores con boina o con sombrero, anticuarios, bodegas, tascas, colmados, comida casera barata.
Lo opuesto al escaparate, lo que se hurta al viso publicitario; uno se pregunta cómo definirlo positivamente sin recurrir al concepto de lo auténtico. Lo que llamamos «autenticidad» parece no ser sino aquello que ha resistido al abrazo de la modernidad tardía, a la uniformidad impuesta por el urbanismo de la eficiencia y las grandes plataformas económicas; ahí donde los precios no responden al aumento de la demanda que el turismo trae consigo, ahí donde los hábitos, y en especial los modos de relacionarse, no han sido desbancados por formas de vida falsamente cosmopolitas, ahí no habría todavía escaparate. Lo auténtico sería pues lo inmóvil, lo que ha quedado atrás.
No hago muchas fotos. De vez en cuando me detengo ante una esquina pintoresca, saco el móvil, la retrato, contemplo el resultado: desoladoramente pobre. Tal vez sea por la mala calidad de la cámara, pero ninguna de mis imágenes hace justicia a lo que veo. También es verdad que nunca he destacado por mis dotes de fotógrafo, práctica que no he cultivado en demasía, si bien no por inmunidad al deseo de apresar lo fugitivo, sino acaso por todo lo contrario: en mí ese deseo tiene dimensiones de absoluto. Y ni el desconsuelo ante todo lo que desaparece ni el consiguiente y exacerbado anhelo de conservarlo todo sin menoscabo pueden contentarse con la presunta captura del instante que la cámara proporciona. Ninguna lente fotográfica está capacitada para detener el tiempo. Nunca un instante ha sido capturado, pues en el momento de su captura deja de ser lo que es un instante: precisamente aquello que se hurta, aquello que no permanece.
Bien pensado, entonces, tampoco lo inmóvil puede haber salido victorioso de su lucha contra el tiempo. No hay, de hecho, nada ancestral en un señor con sombrero, una calle de adoquines o un restaurante de comida casera: se trata simplemente de estampas que, por ser solo un poco más antiguas que las que habitualmente vemos, asociamos a un pasado más puro. Lo que llamamos lo inmóvil no es más que aquello cuyo ritmo es ligeramente más lento que el de la modernización más furiosa.
Por lo demás, estas visiones urbanas son efectivamente estampas. El encanto, decíamos, es la paradoja de una singularidad reproducible o de una otredad asimilable. Esta condición de la ciudad moderna se hace manifiesta en la fotografía turística, pero la transformación ha tenido lugar mucho antes de que entre en juego cámara alguna. Uno desea ver con sus ojos el encanto de la ciudad y llevarse a casa ese recuerdo, y, si la foto cumple esta función constatativa (su traducción verbal es, por una vez, precisa: «Yo estuve aquí») y memorística —en este sentido es siempre un souvenir—, es la mirada misma la que, mucho antes que cualquier tecnología, opera de este modo. Ya puede el turista negarse a sacar fotos con el móvil: allá donde mire las estará sacando con sus ojos. Todo lo que vea será ya siempre souvenir.
Puesto que estamos en Portugal, queremos escuchar fado. Las pesquisas online son poco halagüeñas: por doquier se nos ofrece un único producto que lleva por nombre full fado experience, sin duda exclusivo para turistas. Si no hay alternativas, estamos dispuestos a resignarnos, a fin de cuentas nos encontramos aquí de paso y sería arrogante negarlo, empeñándonos en ser los más listos. Mas un hallazgo fortuito nos revela la existencia del fado vadio (literalmente algo así como «fado ocioso», «desocupado»), encuentros de aficionados en bares y tabernas.
Pasamos las siguientes tardes sentados en locales de luz tenue, alternando la cerveza local, insípida como cualquier otra, con el reconfortante caldo verde tradicional y escuchando a hombres y mujeres de a pie cantar con maestría sobre el desgarro. No únicamente, claro, en el fado cabe todo el espectro sentimental; pero es la saudade la que reina sobre el resto de los afectos. Se insiste en la carencia, en la ausencia del amado, en la fatalidad del fado (el hado, en castellano) que obliga a la soledad («Que sina desventurada / me crio só para a dor?»). La voz lírica siempre parece estar «atendendo o meu amigo», hasta que se da por vencida:
Meus olhos já estão cansados, ai,
doutros olhos procurarem.
Ja não posso ser contente,
trago a esperança perdida.
La relación de la pena con el propio canto es ambigua. Es claro que se canta porque se pena («quem sofre, sabe cantar»), pero eso no siempre implica que el cantar vaya a aliviar el padecer, sino que a veces sucede lo contrario: es el canto mismo el que nos mantiene atados a la pérdida, como la lápida que, honrando al fallecido, nos recuerda perpetuamente su ausencia: «Ser fadista é triste sorte, / que nos faz pensar na morte / e em tudo o que em nós morreu». Entre los que, en cambio, sí se presentan como consuelo se cuenta cierto «Fado português» —con letra de João Alves Coelho— que oscila entre la pulsión tanática del canto («o fado é tal qual um beijo / dum ser que a vida nos prende») y su efecto reparador: «Quem canta seu mal espanta, / quem sofre sabe cantar … Esta balada dolente / faz esquecer [olvidar] todo o mal».
No sorprende que esta canção en concreto pertenezca a la minoría de las que exaltan las raíces nacionales del fado, del cual afirma que «tem muito mais valor / quando canta um português … O fado dá alma à gente, / e será eternamente / a canção de Portugal». Curiosamente, hay un fado homónimo —este con letra de José Régio— que narra su propio origen de forma un tanto más modesta:
O fado nasceu um dia
…
na amurada dum veleiro,
no peito dum marihneiro
que estando triste cantava.
El nostálgico marino les canta —por este orden— a la tierra, a la madre y a la amada:
Ai, que lindeza tamanha
meu chão [tierra], meu monte, meu vale,
de folhas, flores, frutos de oiro.
Vê se vês terras de Espanha,
areias de Portugal
…
Mãe, adeus. Adeus, Maria.
El amor a la tierra es aquí, no cabe duda, un elemento estructurante. Pero la propia canción enfatiza algo igualmente obvio: que el marino ama lo que ha perdido, desea porque carece. Sus ojos están ciegos de llanto, sus labios heridos de anhelo:
Diz o pungir dos desejos
do lábio a queimar de beijos
que beija o ar, e mais nada.
Como un reverso crepuscular del Jodeln, el fado (geográficamente, por cierto, el más abendländisch de los cantos tradicionales europeos) asume que su misma fundación consiste en la pérdida. Frente a la autosuficiencia del pastor tirolés, contento y arraigado en su valle alpino constituyente de Heimat, el (igualmente mítico) marino portugués, desgarrado por un deseo nunca satisfecho, se sabe ya siempre lejos de casa. «És [eres] a sombra da casa onde nasci», le dice la amante al amado que se aleja, como si con ese ser que nunca llega a tocarse, que siempre se va antes de que el goce llegue a colmarse, se esfumase también su propia, irrecuperable raíz.
Si el origen es ya escisión, entonces, claro, no hay regreso posible. De ahí que el fado, aun cuando se presenta como paliativo, resulte ser insuficiente reparo para lo irreparable, insuficiente consuelo para el inconsolable:
Cansada de ter saudade
tudo fiz para esquecer,
e hoje tenho saudade
de saudade ja não ter.2
La melancolía, en fin, no es algo de lo que quepa desembarazarse sin más. De todos modos, para que algo como una saudade da saudade pueda llegar a tener lugar ¿no ha de producirse en la noción misma de «saudade» (o «nostalgia», o «melancolía»), lo mismo que en la de «pérdida», una transformación radical?3
Las canciones citadas son, por este orden:
Wir jodeln durch das Alpenland
Las canciones citadas son, por este orden:
Las imágenes que dialogan con este texto han sido cuidadosamente seleccionadas por la Sra. Ana Coluto, cuya labor, atenta y precisa, agradezco de corazón. Las obras, todas de Magritte, llevan por nombre: Le domain d’Arnheim, La perspective amoureuse, L’art de la conversation y Le seize septembre, 1956.