Una carta (de presentación)
Hablamos porque confiamos en que nuestro interlocutor nos entienda, pero si confiamos es porque nunca podemos estar seguros de ello
Hablar de «los viejos tiempos» antes de haber cumplido los treinta es una monstruosidad, pero ahí va: pertenezco a una generación que todavía entendió algo sobre la espera. Dicho de otro modo: de niño, en verano, enviaba postales a mi abuela desde Mallorca, mis primos me las enviaban desde Alemania y en alguna ocasión llegué a cartearme con un amigo lejano. Los nacidos en los noventa llegamos por los pelos a saborear el nerviosismo que provoca enviar una carta y la alegría que produce recibirla. Tal vez por eso todavía nos complacemos de vez en cuando en la mensajería tradicional (o, dicho con menor arrogancia sociológica, tengo un puñado de amigos que todavía se complace en ello). Nostalgia aparte, este relativo apego puede deberse a las virtudes propias de la epístola —la materialidad del papel, que lo hace parecer fiable; la caligrafía del amigo, que evoca su presencia; la excepcionalidad del acontecimiento, que obliga a propiciar un tiempo de lectura adecuado—, pero sospecho que se debe aún más a sus defectos, y concretamente a uno: las cartas no siempre llegan. Como escribimos a quien no está presente, no presenciamos la llegada de nuestro correo. El regocijo de saber que ha llegado corresponde a la posibilidad de que no lo hiciera.
Es cierto que no es lo mismo confiar el sobre a un mensajero inerme y solitario para que lo transporte a través de tupidos bosques infestados de bandidos que entregárselo a una empresa moderna y eficiente cuyos numerosos trabajadores operan en condiciones —imagino— aceptablemente seguras. Es cierto también que yo soy un tanto despistado, y puede que, si en los últimos años se me han quedado por el camino un par de misivas, haya que atribuir el incidente a mi desatención más que a la negligencia de Correos o a una necesidad intrínseca del hecho epistolar. También puede que no, y además importa poco: el caso es que las cartas (aunque también los emails, cuyo funcionamiento no está exento de errores informáticos y humanos) pueden no llegar. Es decir, pueden extraviarse, y también llegar y ser ignoradas, olvidadas, descartadas por accidente, por hartazgo, por temor. Y esta contingencia de la mensajería es lo que la hace representativa de uno de los grandes problemas del lenguaje. Enviamos cartas porque suponemos que llegarán, pero lo suponemos porque nunca lo sabemos con certeza; del mismo modo, hablamos porque confiamos en que nuestro interlocutor podrá oírnos y entendernos, pero si hemos de confiar es porque nunca podemos estar seguros de ello.
Es ilustrativo que el texto seminal de lo que en alemán se conoce como la Sprachkrise, o crisis del lenguaje, se intitule escuetamente Ein Brief («Una carta»), y consista en el relato que su autor (Lord Chandos, personaje ficticio de 1603 ideado por Hugo von Hofmannsthal en 1902) le hace a su amigo, el filósofo Francis Bacon, del proceso mediante el cual ha «perdido del todo la facultad de pensar o de hablar coherentemente de cualquier cosa». No se trata, claro, de una afasia en el sentido clínico, sino de una retirada melancólica causada por la pérdida de confianza en la fuerza semántica de las palabras, a pesar de lo cual Chandos piensa y habla de su incapacidad con perfecta coherencia —y, lo que es más, se dirige a alguien, a su amigo, con el problema, en lugar de, pongamos, anotarlo con pulso incierto en su diario. El escepticismo lingüístico, al fin y al cabo, se funda sobre la paradoja inescapable de una confianza mínima en que es posible decir que es imposible decir nada, o, más exactamente, en que es posible decírselo a alguien. Es así que hasta el más descreído de los hombres debe, para explayarse en sus tribulaciones (anacrónicas) de romántico tardío, dejar a un lado su desasosiego y reconocer la posibilidad de que su presuntamente inane discurso pueda ser recibido por un congénere.
El desasosiego, en cualquier caso, persiste: es inherente al acto lingüístico. Lo sentimos en la conversación, a poco que nos importe que nuestro interlocutor entienda bien lo que le estamos diciendo. Todo el mundo ha conocido a alguien que no responde nunca a las frases del otro, sino —y aquí responder no es ya el verbo adecuado— a lo que él mismo decide que el otro ha dicho, si es que decide que ha dicho algo (algo más que «por favor, explícame tu teoría sobre cualquier cosa remotamente relacionada con lo que yo te estoy diciendo»). Yo se lo he visto hacer incluso a individuos que se suponían versados en el método hermenéutico, esto es, individuos cuya carrera académica entera está construida sobre el empeño por «comprender textos». Alguno objetará atinadamente que, en realidad, todo logro comunicativo es siempre un malentendido y que, dada la particularidad de nuestros universos semánticos individuales, nunca nadie dice lo mismo que lo que el otro escucha. Podemos dar satisfacción a esta réplica, pero ello no desacredita la observación empírica de un desajuste comparativo: existen individuos particularmente incapacitados para la escucha, y advertir sus taras produce un tenue principio de horror.
La única forma de hablar con ciertas garantías, entonces, sería la conversación presencial con un interlocutor que sabemos atento y capaz de reconocernos —digamos: con un amigo. Ni al desconocido presente ni al amigo ausente (ni, por supuesto, al ensimismado, esté donde esté) podemos dirigirnos con la seguridad de que nuestras palabras lleguen a buen puerto. Así las cosas, escribir un blog, lo mismo que escribir un libro —o sea: escribir para un desconocido ausente—, debería equivaler a coronar la cima de la angustia lingüística (la llamaría lingustia si no fuera un neologismo tan poco agraciado). Y en buena medida es así, y así es como escribo estas palabras, sin embargo tan ponderadas y razonables, tan fáciles —creo— de acoger.
No saber a quién se le escribe significa no saber cómo escribir, en qué idioma hablar de forma que seamos comprendidos; significa, lo dicho, atenerse a una acogida incierta, adentrarse en un terreno potencialmente inhóspito, exponerse a la intemperie. Uno puede apaciguarse convenciéndose a sí mismo de que en el fondo no deja nunca de escribir para los amigos. Así lo he hecho yo casi siempre y sigo haciéndolo ahora, con la ventaja de que además es verdad, pero se impone una salvedad: aun cuando lo escrito quede, de facto, en familia, su publicación implica la posibilidad de que caiga en manos de extraños, los cuales tal vez entiendan mal, o no entiendan, o no quieran entender; en suma, en manos no hospitalarias, porque, nos guste o no, no es la amistad lo que define el espacio público (menos aún el virtual). Es sabido que el mismo Sócrates platónico expresa en el Fedro sus reservas con respecto a la circulación indiscriminada del texto escrito, el cual siempre puede ser leído tanto por entendidos como por «aquellos a los que no les concierne en absoluto», y «cuando es maltratado, o reprobado injustamente, constantemente necesita de la ayuda de su padre», pues un texto no sabe replicar ni —se supone— defenderse solo.
Escribir, sobre todo escribir públicamente, es arriesgarse a la incomprensión, a la vulgarización y a la indiferencia. Es justo que así sea, pues nadie, mal que nos pese, ostenta el monopolio del sentido de sus propias palabras. El que no quiera asumir estos riesgos, que se dedique a enviar cartas a los amigos, o, para reducir el margen de error, a conversar con ellos en los cafés. Nada se le podrá reprochar. Yo llevo años haciéndolo. Pero es de suponer que también entre los lectores desconocidos (si los hubiere) pueden encontrarse oídos amables y atentos; quizá incluso alguno reconozca en lo escrito algo que afluye hacia sus propias preguntas o entronca con sus propias cuitas. Y se puede decir que el encuentro entre dos que comparten dificultades es ya un encuentro amistoso (¿qué es un amigo, si no alguien que está pasando por lo mismo que uno?). La sabiduría del mundo nos ha insistido siempre en que no se puede alcanzar algo —aquí, la comprensión: la hospitalidad— sin arriesgarse a su contrario. Y, de todos modos, en el peor de los casos siempre cabe regresar, como Lord Chandos, no al silencio, sino a las cartas desesperadas en las que se habla de dejar de hablar para que el amigo nos escuche. Esperemos que no sea necesario.