Escucho en un programa de YouTube las reflexiones de unas argentinas sobre la universalidad y la nacionalidad de Borges. La anécdota inicial, relatada en tono humorístico, es que una de las participantes (Danila Suárez), al leer a Han Kang en La clase de griego referirse a Borges como un «autor occidental», se sintió ofendida de que no se dijera en su lugar que era un «autor argentino» («Make Borges Argentino Again», bromean siniestramente). Suárez no reconoce, inicialmente, un problema de prioridad (según el cual Borges sería antes argentino que occidental), sino un problema de incompatibilidad, donde la categoría «occidental» excluiría la categoría «argentino»: o se es una cosa o se es la otra.
Confieso que la tesis me desconcierta. El primer argumento de Suárez es que la noción de lo «occidental» supone una fuente de tensión identitaria para América Latina porque representa a la vez un «legado colonial» y un «horizonte de modernidad»; es decir, que es algo con lo que los latinoamericanos (o por lo menos los argentinos) desearían y a la vez rehuirían identificarse. Nada que objetar; excepto la implicación de que la Argentina podría de algún modo sustraerse a ese horizonte o a ese legado. Porque la Argentina (en la medida en que es la Argentina, o sea, un Estado moderno) está ya siempre inscrita en un horizonte de modernidad; y la Argentina (en la medida en que es la Argentina, o sea, un Estado surgido de una colonia) es ya siempre un legado colonial. Un «legado», sí, es decir: algo que nunca se recibe pasivamente: a los legados se responde, con los legados hay que hacer algo, y los argentinos supieron en efecto hacer algo con ese legado —para empezar, dejar de ser una colonia para erigirse en Estado moderno. Bravo por la Argentina, cómo no; pero sigue sin quedar claro qué de todo esto se opone a su occidentalidad.
Suárez argumenta a continuación que llamar «occidental» a Borges supone colocarlo en un canon literario eurocéntrico cuyos defensores (y es justo que Suárez remita a Harold Bloom) han excluido siempre a la «periferia» latinoamericana. Lo cual es cierto; pero tampoco se ve por qué algo de eso obligaría a rechazar la categoría de «occidental» para uno de los pocos autores latinoamericanos cuyo lugar en el canon sí ha sido, por lo general, defendido y respetado. Que la cultura dominante (los europeos, los norteamericanos, los anglófonos, Harold Bloom) no quiera latinos en el canon occidental indica que, para la cultura dominante, el Occidente es ante todo Europa y Norteamérica; responder a esa exclusión retirándole a Borges el estatuto de occidental supone afianzarla y agravarla: supone dar la razón a los euro- y anglocentristas en su definición excluyente de «lo occidental».
Acaso el verdadero problema sea, como lo es tan a menudo, de tipo léxico-semántico. En la discusión sobre el tema, Suárez se sirve con cierta indistinción de los adjetivos «occidental», «universal», «global», «europeo» y «eurocéntrico», imprecisión que quizá no deba atribuirse tanto a un descuido en su discurso en particular cuanto a una dificultad de definición previa y común a todos estos términos. Si asignamos a «Occidente» determinados contenidos identitarios asociados con la «cultura europea», entonces pueden llegar a concebirse motivos para oponerse a llamar «occidental» a un escritor latinoamericano (si bien ¿hay un escritor latinoamericano más «europeo» que Borges?): los mismos que para aplaudir, por cierto, su exclusión del canon occidental. Si, en cambio, consideramos que la identidad «propiamente» «occidental» (o «europea») consiste precisamente en la no-identidad consigo misma —si consideramos que «Europa» o «el Occidente» consisten en un perpetuo no encajar consigo mismos—[1], entonces podemos hablar con un poco más de holgura de autores «occidentales».
Prosigue Suárez buscando una solución de compromiso entre su propia postura nacionalista y la postura (digamos) universalista u «occidentalista» de Han, y lo hace mediante Beatriz Sarlo, quien —no he leído su ensayo, titulado Borges, un escritor en las orillas— argumenta que, en su acceso a la universalidad, Borges ha adquirido el derecho, que siempre reclamara para los latinoamericanos, de trabajar con todas las tradiciones; pero ello al precio de haberse «purgado» de su nacionalidad, de haber «perdido» su vínculo con la tradición nacional argentina. De todos modos —continúa Sarlo—, es precisamente a partir de ese cruce y de la contradicción entre su raigambre local y su tendencia cosmopolita que construye Borges su literatura, y más aún: precisamente por ello «no existe un escritor más argentino que Borges». Suárez respira aliviada: al final no era incompatible ser argentino y occidental, o argentino y universal. De hecho —pregunta a sus compañeras—, ¿es posible, más bien, separar en Borges lo argentino de lo universal?
Aunque retórica, la pregunta tiene más de un sentido y no es apenas explotada en los escasos minutos de programa dedicados todavía a la cuestión. La Inca toma el testigo de Suárez con una defensa del nacionalismo literario basada en la relación «consustancial» entre literatura y nación. La literatura moderna, sostiene, «nace con la conformación de los Estados-nación»; hay un «matrimonio» entre la primera y los segundos que ningún escritor desde el siglo XIX puede permitirse ignorar. Y, según parece, que los escritores y los teóricos de la literatura modernos estén obligados a «pensar la nación» significa que están obligados a comprometerse con la causa nacionalista. (No sabemos, por cierto, si «nacer con» indica «nacer junto a» —literatura y nación, hermanas gemelas— o «nacer de» —la literatura, hija de la nación—, pero, sea cual sea el tipo de parentesco, no deja de resultar inquietante que ambas estén también unidas en matrimonio; uno se pregunta si no valdría la pena más bien intentar evitar a toda costa tan incestuosa unión.) Es cierto que no se está defendiendo que Borges sea ante todo un escritor local o regional; su argentinidad es temperada por esa universalidad junto a la cual dibuja un «cruce productivo»; la Inca invoca incluso una frase que ella atribuye a Goethe —«si quieres ser universal, pinta tu aldea»—[2] para revertirla: en Borges, para pintar la aldea hay que ser ya universal (es decir: hay que hablar de temas universales para dotar de trascendencia al objeto local). Sin embargo, tampoco se llega aquí más lejos que a eso: a contrastar una raigambre particular con una proyección universal y a constatar la productividad de esa presunta contradicción. Cuando lo interesante era la idea según la cual precisamente el cruce de caminos de la obra borgeana hace de él el más argentino de los escritores.
Si, por un lado, Borges habita una contradicción entre la argentinidad y la universalidad y, por el otro, en esa misma contradicción radica su argentinidad, de nuevo nos hallamos ante un problema semántico: ¿qué significados distintos tiene aquí «lo argentino»? La Inca promete hablar en un próximo episodio de «El escritor argentino y la tradición», que responde directamente a esta pregunta. Anticipémonos. En su ensayo, de unas pocas páginas, Borges echa por tierra los argumentos aquí expuestos para priorizar su «identidad argentina». ¿Qué es un escritor propiamente argentino? Desde luego, dice Borges, no alguien que cultiva con esmero el idioma popular y los temas vernáculos, como hacen los cultos autores de la poesía gauchesca (de hecho, los gauchos de verdad se esfuerzan más bien por hablar, en la lengua más correcta, de los temas más universales, el amor y su ausencia y su dolor). ¿Por qué debería un escritor obedecer la arbitraria exigencia de describir los paisajes de su país, «como si los argentinos solo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo»? El culto del color local, más aún, «es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo». Verbigracia: no hay —dice Borges con recurso a Gibbon— camellos en el Corán, puesto que para el profeta Muhammad los camellos no tenían por qué ser algo especialmente «árabe»; sencillamente estaban ahí. ¿Quién habría incluido camellos en el Corán? Pues «un falsario, un turista, un nacionalista árabe». (Asociación brillante. ¿Qué es un nacionalista sino un turista, es decir, alguien que se dedica a exaltar lo que le resulta vistoso porque —quiero decir que le resulta vistoso porque— no le pertenece?)
No es, pues, el color local lo que hace a la literatura argentina ser propiamente argentina. ¿A qué habría que atribuir esa propiedad? Borges insiste en que no hay problema para responder a esta pregunta: «Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que puedan tener los habitantes de una u otra nación occidental». Del mismo modo que —cita Borges al sociólogo Thorstein Veblen— los judíos han llevado a cabo profundas innovaciones en la cultura occidental por no hallarse tan atados a ella como los más arraigados gentiles, así los sudamericanos pueden jugar más fácilmente con los temas de los europeos, gracias a la irreverencia y el desapego que la distancia les permite.
De ello se sigue que la argentinidad —o la latinoamericanidad— no es meramente una pieza más en el mosaico de las «identidades» occidentales. Cuando un poeta argentino recurre a un pájaro tan poco argentino como el ruiseñor para versar sobre el amor, está mostrando —dice Borges— un rasgo muy argentino, a saber: la dificultad para la intimidad. Las implicaciones son, creo, evidentes: lo íntimamente argentino es la no-intimidad con uno mismo; lo propiamente argentino es no poder apropiarse de uno mismo. Del mismo modo, la cultura argentina consiste en no pertenecer a la cultura en que se vive y se escribe; consiste, si se quiere, en lo que Derrida llamaría «la prótesis de origen».
Hemos dicho que «occidental» podía significar una cultura o unos contenidos identitarios entre otros; en este sentido, Borges argumenta sobradamente —y da con ello, por cierto, la razón a la geografía— que lo argentino es lo más occidental de entre lo occidental. Y hemos dicho también que «occidental» podía significar no «una» identidad entre otras, sino determinada noción de la identidad, a saber: la identidad como no-identidad con uno mismo. También en este sentido demuestra Borges que lo argentino está en el extremo occidental del Occidente.
Queda un misterio por resolver. ¿Por qué puede llegar a incordiar a una argentina, por muy nacionalista que se declare, que Borges sea tratado de universal? Al fin y al cabo, también podría henchirla de orgullo que entre los suyos se cuente uno que es reconocido y leído en todo el mundo, dotando con ello de prestigio a la entera nación. Tal vez este escozor patriótico se parezca a la perspicacia comercial de aquel oleicultor que se oponía a que el Paisaje del Olivar de Andalucía fuese declarado Patrimonio Mundial de la Unesco: «Si es de la humanidad, deja de ser nuestro». La cuestión es si alguna vez había llegado a serlo. Propiamente hablando.
[1] Véase Jacques Derrida, L’autre cap (París: Les Éditions de Minuit, 1991).
[2] En una búsqueda rápida en Google encuentro la frase atribuida no a Goethe, sino mayoritariamente a Tolstói, además de a Chéjov, a Paulo Freire y al padre Mamerto Menapace. Por mi parte, sé que algo por el estilo decían comparatistas como Hutcheson Macaulay Posnett: cuanto más provinciano el contenido de una obra literaria, mayores sus posibilidades de acceder a la universalidad.