Kafka publicó su primer libro, Contemplación —que incluía el texto «Los árboles»—, en 1912. Doce años después y poco antes de morir, en 1924, publicaría su último: Un artista del hambre, que contenía cuatro relatos. Al que cierra el libro, «Josefina la cantante o El pueblo de los ratones», dedico buena parte de mi ponencia en el congreso. El narrador de este canto del cisne kafkiano reflexiona sobre el misterio de Josefina, la única cantante que se cuenta entre un pueblo (Volk), el de los ratones, que no comprende la música, más aún: que, acosado siempre por adversidades de todo tipo, no podría soportar a un verdadero artista del canto. El narrador admite enseguida que, más que un canto, lo que Josefina emite parece ser un silbido, cosa nada extraordinaria entre los ratones y que en ella es incluso más débil que en la mayoría, solo que eso no hace sino agravar el misterio: ¿cómo, entonces, se explica el efecto órfico que las interpretaciones de Josefina ejercen entre sus congéneres?
Una de las explicaciones que se manejan es la siguiente: los ratones, un pueblo disperso y hablador, se reúnen y callan cuando Josefina actúa. Por qué empezaron a hacerlo es otro asunto, pero, una vez instituido el fenómeno, es en esa misma compañía silenciosa (y no en la música que supuestamente escuchan) donde hallan los espectadores solaz para una existencia llena de tribulaciones y sobresaltos —no es entonces el canto de Josefina lo encantador, sino la muda presencia de todo un Volk.
El narrador insiste en la naturaleza proxémica del encanto: solo cerca de Josefina, frente a ella, se da uno cuenta de estar ante «algo más» que un mero silbido; pero el final del relato parece desmentir la presencialidad del canto o de la misma Josefina. Ante la desaparición de esta (la cual, según nos enteramos solo al culminar la narración-reflexión, últimamente ha estado amenazando con cesar sus actuaciones si no se la eximía de trabajo y ha cumplido, de hecho, su amenaza: ya no hay donde encontrarla), el narrador se pregunta cómo serán ahora las reuniones en total mudez, y se responde a sí mismo: «¿No eran estas ya mudas con Josefina? Su silbido real, ¿era acaso mucho más fuerte y vivo que el recuerdo que de él tendremos? ¿Era ya en vida de ella algo más que un simple recuerdo?»
Comparto, en mi ponencia, algunas observaciones sobre este relato. Me parece que en él se desarrolla, incluso con gran precisión, aquello que Derrida llama la huella, a saber: la noción de un pasado absoluto, un pasado que nunca ha sido presente. Pues una vez desaparecida, descubrimos que Josefina es ahora la ausencia de una ausencia o el recuerdo de un recuerdo: que nunca ningún ratón la tuvo en verdad «delante», que nunca nadie «presenció» realmente su canto o su silbido. Que —si universalizamos el caso particular— no hay, en el fondo, tal cosa como un encuentro presencial, que toda experiencia es en cierto modo ya recuerdo y que la voz del otro nos llega siempre en diferido, más como una escritura que como un aliento.
Derrida ilustra esta imposibilidad de la presencia mediante un comentario a Rousseau. Este, en las Ensoñaciones de un paseante solitario, describía su período de dicha en la isla de Saint-Pierre, en el lago de Bienne (Suiza), en términos de un presente puro: sin aflicción por el pasado, sin inquietud por el futuro. Y se refiere a ello como un dédommagement, o sea, una indemnización o un consuelo. Derrida observa: en efecto, la presencia pura es concebible únicamente en la forma de un consuelo, esto es: como algo que viene después de una pérdida, después de nuestra caída en el mundo de los signos y del tiempo articulado. Dicho de otro modo, solo concebimos la presencia —y, por tanto, solo hay presencia— desde el momento en que no puede haberla, lo cual, por su parte, implica que tampoco ha habido propiamente caída alguna. No estamos, pues, alienados por el signo, sino que aquello de lo que decimos haber sido expropiados es un producto del signo mismo. La re-presentación precede (en paradoja morfológica) a la presencia, si bien no se trata aquí de una mera inversión cronológica (donde lo de después pasa a colocarse antes, y lo de antes, después), sino que es la misma sucesión lógica, la idea misma de un origen o de un «antes», lo que queda desbancado. Si la presencia emerge ante nosotros como objeto de deseo, no es porque la hayamos perdido por el camino, puesto que «antes» de la representación no «hay» propiamente nada —también el haber depende de su formulación lingüística.
Terminada la jornada, Pol Isíndeton me cita, de camino a la taberna, un poema de Celan en que, después de haber expresado algo así como la pérdida de todo, la pérdida total, la voz lírica dice: «Nichts, nichts ist verloren» —nada, nada está perdido.
Algo en mí quiere, mientras asistimos al fado vadio, grabar alguna de las interpretaciones. No entiendo muy bien por qué. Ni necesito demostrarle a nadie mi asistencia al encuentro ni tengo por costumbre ver vídeos de este tipo cuando siento nostalgia de una vivencia. Además, mi recelo ante la reproductibilidad técnica se intensifica en casos así, en que lo contemplado parece ser tan único (y no solo porque nunca un fado se interprete dos veces de la misma forma) que se desborda de algún modo a sí mismo; y ello sin mencionar el hecho de que no haría injusticia solamente al fenómeno sino también a mí, porque el rato que durase mi grabación sería uno en que mi atención estaría dividida y dispersa, es decir, en que yo estaría como ausente.
Pero ¿no contradice esto las enseñanzas de Kafka, o las de Derrida? Si la presencia es poco más que un señuelo, ¿qué se estaría perdiendo realmente en el paso del hecho al vídeo, o en el leve descenso de mi concentración al producirlo? Desde luego, ninguna pureza originaria. ¿No estaré siendo yo el purista? ¿Tan grave sería dedicar el rato que duren una o dos canciones a registrar, aun imperfectamente, algo que merece la pena ser conservado?
Aun así, hay algo poco convincente en el argumento. Concedamos que nunca accedemos a la cosa en sí ni al otro en su plena presencia, que somos ya siempre lectores del mundo y de los demás, que no hay plenitud alguna cuya escisión llorar; ¿no podrían concebirse, de todos modos, algo así como grados de impureza, percepciones siempre mediadas, sí, pero más o menos según el caso, experiencias sometidas a distintos niveles de perturbación —entre muy altos y muy bajos— por la interferencia del signo? En definitiva: ¿no podemos, aun inmersos en nuestra nihilidad, perder determinadas cosas? ¿O será esta solución de compromiso la manifestación de un síndrome de Estocolmo teórico, el empeño por mantenernos rehenes de un esquema infundado, el comercio melancólico con un fantasma en el que más nos convendría dejar de creer? Si queremos ser consecuentes ¿no será el concepto mismo de pérdida lo que tendremos que perder?
Pero, sobre todo: ¿merece la pena hacerme estas preguntas —aquí y ahora? ¿Está justificado, tiene siquiera algún interés, este despliegue de argumentos en lo abstracto para decidir si me saco o no el móvil del bolsillo?
Los fados han ido sucediéndose. Inmerso en mis cavilaciones, no me he enterado de la mitad. Así —me digo—, cuando no se hace ni el más mínimo esfuerzo por evitar la intromisión del lenguaje reflexivo, es por supuesto fácil renegar de toda presencia y clamar que todo está copado por los signos. Tal vez la huella no fuese al fin y al cabo más que esto: una coartada con la cual quienes no sabemos dejar de pensar justificamos la distancia que nosotros mismos interponemos entre nosotros y el mundo; la autodefensa conceptual de quienes no podemos soportar a un verdadero artista del canto.
Es nuestra última noche. Tras más de dos horas de fado, nos hemos quedado todavía cenando y bebiendo. La única voz que resuena ahora es la del locutor de un partido de fútbol en la pantalla, al que los pocos comensales que quedan dirigen sus miradas. Le expreso a Pol Isíndeton una inquietud: cuando esta práctica se extinga, nada habrá en condiciones de ocupar su lugar. El fado vadio, que pone a disposición de cualquiera la explicitación, la ritualización y la puesta en común de la experiencia del desgarro, será sustituido por espectáculos televisivos alienantes cuyo objetivo tácito es precisamente acallar todo sentimiento de falta.
Nos acercamos al mostrador a pagar y, mientras la dueña hace cálculos con papel y boli, le formulamos algunas preguntas sobre esta tradición. La mujer nos remite a uno de los señores sentados a la mesa contigua, que ella misma estaba compartiendo hace un momento. Le preguntamos al hombre, entre otras cosas, por la recepción de la tradición entre los jóvenes, tan elocuentemente ausentes de estos locales (prácticamente todos los participantes, incluido nuestro interlocutor, tienen edad de estar jubilados), y, para nuestra sorpresa, su respuesta dista mucho de ser elegíaca: todo lo contrario —afirma—, los jóvenes hoy en día cultivan el fado con particular cuidado, la música está muy viva, no nos podemos quejar.
Charlamos un poco más y, al despedirnos, el hombre se ofrece a que nos hagamos amigos en Facebook. Así estaréis al día de lo que hacemos, dice. Yo grabo siempre todas las intervenciones y las cuelgo en mi perfil.
Ya en nuestro apartamento, comprobamos su perfil de Facebook. Es cierto. No falta ni una sola de las canciones que hemos escuchado en directo las últimas tres noches. Buscamos la interpretación del fadista que más nos conmovió y la reproducimos. Como era de esperar, el vídeo no conserva la potencia de su vozarrón. Preocupado por que esta deficiencia perturbe el recuerdo que guardo de ello, le propongo a Pol Isíndeton que lo dejemos estar. Me dice que mejor sí.
La mañana del día de nuestro regreso, fría y despejada, asistimos todavía a las últimas «comunicaciones». Hay una sobre la noción de hospitalidad en Derrida —la única charla, además de la mía, dedicada al pensador. El ponente habla de un seminario de los años noventa en que Derrida explora las contradicciones del concepto de hospitalidad. El término comparte raíz con hostilidad: el que hospeda sería, etimológicamente, algo así como «el amo del huésped», el que tiene un poder sobre él. Pone por ejemplo cómo, para solicitar asilo (lo cual no es garantía de recibirlo) en un país, tiene uno que proporcionar una documentación, someterse a unas leyes, expresarse en un idioma reconocible por el Estado de acogida: renunciar, en una palabra, a su «extranjería absoluta». La hospitalidad sería, de acuerdo con Derrida, el sometimiento del hospedado a las normas del hospedador.
A la salida charlamos un poco con el ponente. Es de Santiago de Compostela; siendo nosotros de Barcelona, inevitablemente terminamos intercambiando opiniones sobre la turistización de nuestras respectivas ciudades. Él, nos dice, solía bajar bastante a Oporto en su juventud, hará unos veinte años:
—Por aquel entonces era casi hasta peligroso. Oporto era el underground. Ahora está irreconocible.
Cogemos el avión a última hora de la tarde. De vuelta en casa, me pregunto si acaso nuestra experiencia de Portugal ha estado marcada por esta hospitalidad. En términos estrictamente lingüísticos, de hecho, ha ocurrido exactamente lo contrario: todo el mundo nos ha hablado, sin pega alguna, en nuestro propio idioma. Pero la cosa, claro, no va meramente de lenguas. Si lo dicho antes sobre el turismo es cierto, podemos resumirlo ahora como sigue: bajo condiciones de turismo, la relación de hospitalidad tradicional se invierte de manera tal que es el huésped el que se vuelve «amo del anfitrión».
Y sin embargo las reglas del turismo, sus códigos, no son los de nadie, no son oriundas de ningún lugar ni son impuestas por una nación concreta (ni siquiera ya por «Occidente»). En sentido fuerte, no hay aquí un amo: todos somos —en intensidades distintas— huéspedes —o anfitriones— de un anfitrión —o huésped— invisible y hostil. El ponente ha citado una célebre frase de Derrida (que, por cierto, podría ser perfectamente de Kafka): «Solo tengo una lengua, y no es la mía». Ciertamente, tampoco el lenguaje en que se le habla al turista (el lenguaje pretendidamente universal del reclamo y la mercancía) es el suyo, ni es, en rigor, la lengua de nadie. Pero todos la hablamos; incluso tal vez sea ya la única en que somos competentes. Solo tendríamos entonces una lengua, y no sería la nuestra, pues parecemos haber olvidado nuestras lenguas maternas, más aún: desde el momento en que las hemos perdido, pesa sobre nosotros la sospecha de que nunca hayamos llegado de verdad a hablarlas.
En los alfarrabistas he comprado solamente poesía. Una de mis adquisiciones, una edición de poemas de Eugenio de Andrade publicada en 1968, contiene uno que dice: «Ainda [todavía] sabemos cantar. / Só a nossa voz é que mudou». El poema se titula Elegia.
Quizá todavía sepamos cantar, o quizá nunca lo hayamos hecho. Puede ser que todo esté perdido, y puede ser que nada lo esté. O que todo esté perdido y, precisamente por ello, nada lo esté. O que nada esté perdido porque nunca lo hemos tenido. Tal vez lo que de verdad hemos perdido sea la propia pérdida —o tal vez solo nuestra capacidad para inteligirla. Acaso fuera ese su hado. Por lo demás, nada de esto es propiamente desolador, del mismo modo que no es consolador: ni nos quita el suelo ni nos lo devuelve, sencillamente porque no conocemos algo así como un suelo en que arraigar, o del que desarraigarnos. Pues somos como árboles en la nieve.
Las imágenes dialogantes han sido seleccionadas, de nuevo, por Ana Coluto, a quien reitero mi agradecimiento. Ambas son de Magritte: Le soir qui tombe y La réponse imprevue.