Cordelia y los vándalos
O cómo lo indecible no lo es en sí mismo, sino según la cháchara de alrededor
No tengo palabras para decir lo que siento. De modo que echo mano de estas: «No tengo palabras para decir lo que siento». Porque estas sí que las tengo, de hecho las tenemos todos, de hecho es lo que casi todos decimos cuando no tenemos palabras para decir lo que sentimos. Quedarse mudo está ya muy oído: huyendo del cliché, he ido a parar a sus fauces. Habrá que encontrar palabras nuevas para decir que carecemos de ellas.
Pero, antes de eso, merece la pena hacerse una pregunta un poco ingenua: ¿por qué, habiendo tantas palabras disponibles —y, sobre todo, tantas combinaciones de ellas: infinitas—, hay momentos excepcionales en que ninguna expresión nos resulta adecuada?
Un principio de explicación es que el lenguaje (como mínimo el lenguaje referencial) opera mediante lo que Nietzsche llama «igualación de lo no igual» (Gleichsetzen des Nicht-Gleiches), que es como decir: aglutinando bajo una sola palabra enormes cantidades de fenómenos diversos. Este perro no es el mismo perro que este otro perro cuyo culo olfatea. El más elemental vistazo indica que se trata de dos entes distintos, por mucha continuidad que parezca haber entre las nalgas de uno y el hocico del otro. Cada ente individual de entre los que pueblan el universo es diferente a todos los demás, y sin embargo hablamos de determinados grupos de ellos —por ejemplo, los «perros»— como si fueran todos la misma cosa. Mediante el nombre común, tornamos lo semejante en lo idéntico. Hay, desde luego, «perros» concretos, pero el hecho de que los identifiquemos, y de que los identifiquemos a todos como perros, es efecto de una abstracción que solo el lenguaje permite. La palabra niega la cosa particular en favor de la categoría, esto es, de la «identidad», que se le atribuye —la cual no es, en rigor, nada. (Por eso, dicho sea de paso, conduce a equívoco la distinción escolar entre «sustantivos abstractos» y «sustantivos concretos»: en realidad, todos los sustantivos son abstractos. Concreto es, como mucho, el fenómeno referido, cuando lo hay.)
Por otro lado, este mismo lenguaje que traiciona la singularidad de los entes nos ofrece varios recursos para distinguir a cada uno de ellos en particular, así los determinantes («el perro de Griselda», «ese perro que le está oliendo el culo al otro») o los nombres propios (como Sancho Panza, personalmente el único nombre de perro que encuentro admisible). Además, el mecanismo funciona, no solo porque no pone trabas a la comunicación cotidiana ni a la científica, sino porque es lo que de hecho las hace posible: no puede ordenarse y clasificarse el mundo sin establecer identidad entre fenómenos dispares. Y además —nuevamente Nietzsche— viene bastante bien para desenvolverse en él.
El problema aparece cuando el grupo de fenómenos aludidos por una palabra sola es demasiado heterogéneo. Esto sucede especialmente con los fenómenos llamados «internos», o sea, psíquicos o mentales, que carecen de la «objetividad» que haría posible —como en el caso de los perros— que nos pusiésemos todos más o menos de acuerdo, si no en su definición, sí por lo menos en su descripción. Yo nunca percibo la alegría o la tristeza del otro; las únicas que percibo son las mías, y lo que en el otro veo y oigo son sus efectos (en el porte, en el rostro, en la voz). Y a veces el espectro fenoménico incluido bajo una etiqueta es amplio hasta la disolución. Pongamos por caso la palabra dolor, con la que hablamos de una sensación física ligera que colinda con la molestia (como cuando estamos estirando los músculos y el entrenador nos dice: está bien que moleste, pero detente antes de que duela) y también de los devastadores efectos psíquicos y existenciales de perder a un hijo. La bofetada y el insulto duelen, la tortura también. Pero a quién se le ocurre equiparar lo primero y lo segundo. Frente a este laxismo semántico, es normal que no queramos atribuir al dolor por la muerte del ser amado —que sentimos pocas veces en la vida— el mismo sustantivo que hemos usado al pegarnos con el dedo meñique del pie contra la pata de la mesa. Hay alternativas, desde luego: podemos añadir al sustantivo adjetivos y complementos oracionales («un dolor insoportable», «un dolor que nunca imaginé que podía sentir»); podemos describir, podemos narrar y podemos poetizar (las palabras —ya lo hemos dicho— son finitas, sus combinaciones no), pero a veces incluso todos estos artificios nos saben a poco, siguen sin transmitir con la precisión que deseamos la inmensidad o la intensidad de lo experimentado. Desde esta perspectiva, podríamos establecer una correlación entre la excepcionalidad de una sensación y su inefabilidad. El peor de los dolores no podría expresarse, entonces, sino mediante el silencio, o, como se dice hacia el final de King Lear: «The worst is not / So long as we can say: “This is the worst”».
Lo mismo sucede con «lo mejor». Así lo muestra —aunque con un matiz decisivo— la primera escena de la obra de Shakespeare. Conocemos la historia: el rey, que va a abdicar, pretende repartir el reino entre sus tres hijas en fragmentos proporcionales al amor que por él sienta cada una de ellas, acerca del cual les pregunta sin reparos. Las dos primeras, codiciosas e hipócritas, se deshacen en declaraciones inocuas e hiperbólicas, cuando no sencillamente mentirosas, que no concuerdan con la gelidez de sus verdaderos afectos (o de la ausencia de estos) hacia el padre. La menor, Cordelia, la única que ama realmente a su progenitor, opta sin embargo por la parquedad y el mutismo. A ella (se dice a sí misma en un aparte) solo le es dado amar y callar. Su corazón (asegura en otro aparte) es más pesado que su lengua. Y, cuando llega su turno, se limita a certificar que su amor corresponde al vínculo que la ata al padre, provocando que este —que no entiende lo que en verdad se le está diciendo—, decepcionado, entre en cólera y la desherede.
¿Qué le ocurre a Cordelia? ¿Es su amor de veras tan extraordinario que no había modo posible de declararlo?
A primera vista, sí. Pero no solamente, o no exactamente. Los mencionados apartes no están situados en cualquier lugar, sino precisamente después de las respectivas intervenciones de sus hermanas. Cordelia se lamenta de lo indecible de su sentimiento en el momento mismo en que asiste a la degradación del lenguaje del que debería servirse para expresarlo. Su austeridad verbal constituye una respuesta, no solo a la pregunta de su padre, sino también a la palabrería de sus hermanas. Estas han abusado de la lengua hasta sus límites: la mayor, Gonerill, ha asegurado amar al rey «more than word can wield the matter», con un amor «that makes breath poor, and speech unable»: hasta el cartucho de estar «sin palabras» ha sido ya quemado. No puede uno servirse de un lenguaje tan maltrecho sin ser partícipe de la mentira.
El sentimiento de Cordelia no es innombrable en sí mismo, sino que lo es debido a cierto estado de cosas en el lenguaje que tiene a disposición. La economía de lo expresable y lo inexpresable depende de la relación entre significantes y significados en el momento de la enunciación. Cuanto más chachareamos —esto es, cuanto más inflamos las palabras—, más aumenta el espacio de lo indecible. Y ello porque la semántica no es un conjunto de significados fijados inmutablemente a una estantería de la cual podamos tomarlos prestados y devolverlos luego a su lugar, como en una biblioteca pública. O sí, pero entonces es porque, igual que los libros de la biblioteca, están en permanente circulación. Sobre todo, cada vez que usamos las palabras las desgastamos un poco. Y ciertos abusos las vuelven inutilizables. Por un lado, los hablantes normales, que las más de las veces tiramos de clichés, no contribuimos más que inocente e imperceptiblemente a la devaluación de significantes de uso corriente. Pero también están quienes, después de haberlos utilizado, los devuelven al lugar equivocado, del mismo modo que hay energúmenos que los destrozan y listillos que se los apropian y no los devuelven. (A estos últimos la biblioteca literal los sanciona prohibiéndoles tomar más libros prestados; no ocurre lo mismo con la lengua, que deja impunes todas las infracciones y además corre ella con los gastos.)
Finalmente están los que, al no hallar el ejemplar que andaban buscando, o al hallar uno que de tan manoseado está descompuesto o ilegible, donan a la biblioteca uno nuevo. Estos son los poetas, que renuevan la lengua. Pero están en evidente minoría. Las fuerzas de la desemantización son aplastantemente mayores. Porque son estructurales. La producción desmesurada de enunciados condena al lenguaje a una inflación inaudita. Tengo algunas ideas al respecto. Pero no podría desarrollarlas ahora sin caer en la palabrería. Así que ya hablaremos de ello otro día.